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domingo, 13 de marzo de 2016

Epílogo

Si tuviese que escribir mi caótico prefacio, probablemente intentaría utilizar las palabras correctas para decir claramente y de manera concisa, que me gusta complicarme conscientemente la vida. Me enamoran las historias complicadas, los amores imposibles y lo que nunca termina de terminar, valga la redundancia. Pero juro solemnemente, como drama queen number one, que todo esto llegó a un límite que me superaba, o eso creía. 
Y es que yo, defensora proclive de la libertad, tendía a enredarme en ese tipo de situaciones de las que luego no sabes cómo salir ilesa emocionalmente por la simple y llana razón de que el resto me aburrían, lo predecible no estaba hecho para mí. No al menos a corto plazo.

El problema es que irremediablemente tendí a escribir el final antes de la historia que pretendía contar. Y en vez de que el prefacio tuviese una considerable consistencia, mi epílogo había acaparado todo el protagonismo y toda mi atención.

No sabía cuales eran las preguntas adecuadas que debía hacer para ordenar mis ideas, tampoco estaba segura de si realmente quería saberlo y, por supuesto, dudaba de si realmente era necesario ese cúmulo de suposiciones... A fin de cuentas, lo que realmente nos unía era lo desconocido.
El problema llegó cuando empecé a encontrar las respuestas que necesitaba en sus manos, en sus "buenos días", en su extraña manera de decir las cosas al revés y en la infinita sonrisa que en mi cara se dibujaba cuando algo de lo que me rodeaba tenía que ver con él. También vino a partir del conformismo de nunca sentirlo mío, de la extraña inocencia que me envolvía si lo tenía delante, de su manera de mirarme, de la forma que teníamos de comernos las calles a besos y de las veces que me enredó el pelo en mi cama. Las preguntas llegaron en forma de misterio, de naturalidad dosificada y de constante incertidumbre, de no saber hasta donde llegar y aún así, no tener necesidad de nada más. Las respuestas fueron llegando paulatinamente según la complicidad ganaba, las esperas se acortaban y los silencios dejaban de ser incómodos. 
El desconcierto empezó a ser algo adictivo. ¿Qué si era suficiente? Yo aún no lo tengo muy claro, pero algunas veces pienso que las mejores respuestas me las daba precisamente cuando se callaba, cuando solo me miraba como él sabía hacerlo.

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